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EL DISCO DE LA ABUELA de Juan Carlos Villalba

1)  ¿Qué dice la canción Abu..? - preguntaba yo  No se…mi amor…no se - contestaba emocionada.  ¿Y entonces porque lloras?  Tampoco lo se – decía – y se quedaba mirando a lo lejos, mientras me acariciaba entre melancólica y feliz.  Esta escena se repetía casi todos los domingos en casa de la abuela cada vez que ponía a sonar su disco preferido. Aquella música y esa voz maravillosa que cantaba en un idioma por entonces extraño para mí, me sugería  imágenes surrealistas, una especie de   pájaro inexplicable que cambiaba de formas y colores, según el momento y el tono de la melodía. Pero…              Porque lloraba la abuela..? Porque muchas veces terminamos abrazados y lagrimeando..? Que poder tenia aquella música para conmovernos de esa manera..? Durante muchos años me lo pregunte. 3)   Con el tiempo, convertido en adulto y amante de la música clásica, supe que aquel idioma era el francés, que aquella mujer de voz insuperable era María Callas, que el aria que

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Rolando Revagliatti: Infantil y otros cuentos


Infantil

—Cuando era chiquita me soñaba una casa —dice la mujer—. Que era una casa. Que yo era una casa en cuyas tejas los pájaros y las palomas no sabían asentarse. Se desprendían, resbalaban, no sé; alguno no levantó vuelo y se estrelló. Y se murió en mi jardín, entre las flores, entre los carteles que explicaban la procedencia de esas flores vistosas, con tanto amarillo y negro, tan desesperadas. Se murió en mi jardín, uno. Y nadie lo enterraba. Era chiquita la casa que yo era: un chalecito. Había una virgen de Luján en el fondo, empotrada en una pared descolorida. No sé quién le llevaba menta. Los bichos canasto estaban siempre con ella. Las tejas, no me acuerdo. Pero los pájaros se caían, todos se caían.
—Uno se murió —dice el hombre.
—Resbalaban, no sabían asentarse —dice la mujer—. La chimenea nunca largaba humo. Estaba siempre limpita. Ni las palomas ni los pájaros iban a la chimenea. Intentaron varias veces no resbalar, aletear con precaución.
—Uno se murió —dice el hombre.




—¡Sí!... ¡Uno se cayó, se murió!... —dice la mujer—. Y nadie lo enterraba. No sé cuántas muñecas vivían en mi casa. Lo miraban al pájaro y seguían de largo. Por ahí se detenían un momento, y de lejos nomás miraban y seguían de largo. Con ojos estúpidos miraban y hacían lo que tenían que hacer, menos enterrarlo o quemarlo o tirarlo afuera. Todas tenían mi cara, las muñecas. Eran muchas, más de las que podían caber. Todas parecidas pero ninguna era igual a otra.
Dice el hombre:
—Mi amor.
—¿Qué?... —dice la mujer.
—Nada —dice el hombre—. Te beso.
La besa en los labios. La mira mientras la besa. No la abraza ni la toca más que con los labios. Deja de besarla. Detenidamente mira el pelo, el cuello de la mujer. Sin tocarla más que con los labios, vuelve a besarla en la boca. La mujer, sin separarse, llora. El hombre, con un brazo, la toma de la cintura. La mujer besa las mejillas del hombre. Con la otra mano, el hombre, toma la cara de la mujer. La mujer lo abraza. Llora.
—¡Yo era chiquita!... —dice la mujer—. ¡Yo era chiquita!...


Octava Internación





Muy delgadita, parece púbera, y sin embargo, es mayor de edad. La madre la visita los miércoles, le lleva galletas de sémola y desodorante, ropa y la TV Guía, y cincuenta centavos de austral para que se compre una gaseosa en el bar de la clínica. Deambula por los corredores, va al parque, juega en la única hamaca y en verano, cuando hay agua limpia en la pileta y sol, se pone la malla y se sumerge. Esta es su octava internación. Conversadora, en un estilo a borbotones; simpática y con una voz que si gritara, fácilmente llegaría al chillido. Si se la mira con persistencia, simula vergüenza: agacha y gira la cabeza, revolea los ojos, masculla y cuando uno sigue de largo, se recobra, contesta, inquiere sobre algún profesional que la haya atendido en otra época (“¿Hace mucho que no la ve a la licenciada María Eugenia?”) o sobre el signo astrológico de una mucama de la tarde, o induce a evocar cómo era la institución antes de las recientes modificaciones edilicias. A veces, correteando se aproxima y descerraja: “¿Me da plata?” Se esfuma su ingenio cuando ceden las aristas deliroides y el cliché; se agazapa y desconoce pretéritas familiaridades.
Todavía no está por irse de alta. En la última salida hirió a su hermanito. Con un sacacorchos lo atacó delante del padre, quien a su vez la golpeó con los puños. Ella no menciona el episodio, desestima los moretones e insiste en interrogarme sobre asuntos fuera de lugar.


Gabriela


“...me acerco, casi en el cruce con Maipú, y digo que me gustaría saber si tengo alguna chance. Suspende la mirada mientras me oye. Se detiene toda. Transido parpadeo ante la aparición incuestionable de súbita trompita. Gira la cabeza hacia mí. Comienza a pesquisarme desde la barbilla. Sin entusiasmo expande las pestañas hacia una de mis orejas y hacia la otra. Saltea mi mirada, por lo que me impide contender. Escandalosamente me recorre los labios y un poco la nariz. Aunque ya dice cosas (sé de su voz pausada), no la oigo. A los ojos me mira. Y es ahora —no hay nada malo en su castellano— cuando la entiendo. Somos los que se miran mientras hablan. Me pregunta a mí (!) cómo me llamo. Musito mi gracia antes de atragantarme sin atenuantes. Y afirma llamarse Gabriela, un nombre en el que parece caber. Ella es esa mujer que se llama Gabriela. Le digo: «Sos esa mujer que se llama Gabriela». «¿Estabas esperándome desde que naciste?», inquiere. Y me ofreció su sonrisa. Imaginé que me mordería con parsimonia, anhelando reembolso y creces. Caminamos inventariando los estrenos que debiéramos ver juntos. Nos sentamos a los lados de una mesita circular y paqueta, de las que no me agradan, en una confitería de inmoderado señorío. No es mucho el tiempo del que dispone, me advierte. «Pero ya vendrán ratitos mejores.» A la noche yo podría ir a buscarla. Viene el mozo, cumplido y distante. «Café doble.» «Café.» Crepito cuando el mozo se va: «¿¡Y dónde tendría yo que irte a buscar, por todos los cielos!?» Agarra una servilletita: «Te lo anoto». Le alcanzo mi súper bolígrafo. Escribe números grandes y esbeltos. Que la espere en la puerta. «A las diez está bien.» Y anota veintidós. Tras recobrar mi súper bolígrafo, delineo un corazoncito rápido y sin bambolla como quien firma o muesca. Me guardo la servilleta y el ademán. Mi súper bolígrafo no sé, no lo guardo todavía. Gabriela me cuenta qué estudia, demora su café y me condena a desearla. Llama al mozo: «Yo invito». Y paga. En la mejilla y en la vereda me besa, y se va.”
Andaba yo bastante solitaria cuando el novelista a cargo del primer taller literario al que concurriera me desasnara sobre aspectos prácticos: esenciales recaudos y sensatos artilugios. Me introduje en ese ámbito con muchas ganas y lecturas, atraída por su notoriedad. Logré mantenerme en un intenso entrenamiento: descripción de un barrio, o de un episodio desde el punto de vista de un animal, variantes de final para historias ajenas, articulación de dos monólogos interiores, o como lo que acaban de leer, sencilla secuencia trasmitida por personaje de sexo opuesto al del autor. (Yo no era Gabriela pero hubiera preferido serlo; querría llamarme Gabriela y ser esa Gabriela.) Tres de mis compañeros, varones, eran talentosos e informados. Sus puntualizaciones me regocijaban; no estaban en seducirme (lo que no me hubiera venido nada mal...) y evidenciaban favorable disposición para con mis comentarios sobre el quehacer de ellos. ¿Otros?: mina muy atacante que explotaba de malicia para con las demás mujeres del grupo; bufarrón vanamente capcioso, panegirista de Alejandro Magno; muchacho en carrera periodística (gacetillero) repleto de vicios profesionales; adolescente prometedora que nos perturbaba con sus sonetos intimistas. En fin. Tuve problemas de guita y proseguí en otro taller, más accesible, coordinado por un licenciado en letras. ¿La consigna para mí más estimulante?: escudriñar pinturas y trasvasar a palabras las sensaciones y ocurrencias:
“I) Dícese Pantocrátor y algunos nombres propios (Lucas, Vitulo, Marcus, Leo...) circundan el motivo central (materia de iluminadores): Un barbado santo con dos dedos extendidos. Exactamente tres bichos alados con ropas de hechura similar a la del barbado y a la de una otra figura también alada con cabeza varonil, desde los ángulos acompañan provistos de sendos libracos.
II) Humano y energético el escarabajo ocre, veteado, pleno, con el pulgar izquierdo retorcido, tanto como para que la perfecta uña nos sea visible. ¿Qué cosa son esos redondeles blancos esparcidos, sin relieve (¿humedad?) y esas letras griegas en el muro zodiacal desde cuyo centro una manopla con otros dos dedos (índice y del medio) extendidos proyectan un delgado rayo? Detalle de lapidación de un diácono protomártir.
III) Al temple sobre tabla este frontal gótico en el que dieciséis lenguas de fuego llenan de inclemente algarabía a los encargados de la inmisericorde cocción de los nueve cuerpecitos de niños harinosos que se toman de las manos”.

Está ya en librerías mi primer libro. Destaco que con el seudónimo Gabriela (único nombre de la hija que concebí con un bardo de paso por ese otro taller), obtuve un primer premio (precisamente la edición de la obra).


Rolando Revagliatti

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