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EL DISCO DE LA ABUELA de Juan Carlos Villalba

1)  ¿Qué dice la canción Abu..? - preguntaba yo  No se…mi amor…no se - contestaba emocionada.  ¿Y entonces porque lloras?  Tampoco lo se – decía – y se quedaba mirando a lo lejos, mientras me acariciaba entre melancólica y feliz.  Esta escena se repetía casi todos los domingos en casa de la abuela cada vez que ponía a sonar su disco preferido. Aquella música y esa voz maravillosa que cantaba en un idioma por entonces extraño para mí, me sugería  imágenes surrealistas, una especie de   pájaro inexplicable que cambiaba de formas y colores, según el momento y el tono de la melodía. Pero…              Porque lloraba la abuela..? Porque muchas veces terminamos abrazados y lagrimeando..? Que poder tenia aquella música para conmovernos de esa manera..? Durante muchos años me lo pregunte. 3)   Con el tiempo, convertido en adulto y amante de la música clásica, supe que aquel idioma era el francés, que aquella mujer de voz insuperable era María Callas, que el aria que

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Walter Benajamín: Para una crítica de la violencia (Octava parte)

VIOLENCIA - CRÍTICA - CRÍTICA DE LA VIOLENCIA - TESIS JUSNATURALISTA DE LA VIOLENCIA: ¿Es posible, en general, una regulación no violenta de los conflictos? Sin duda. Las relaciones entre personas privadas nos ofrecen ejemplos en cantidad. El acuerdo no violento surge dondequiera que la cultura de los sentimientos pone a disposición de los hombres medios puros de entendimiento // Fuente: HENCICLOPEDIA

Creación de derecho es creación de poder, y en tal medida, un acto de inmediata manifestación de violencia. Justicia es el principio de toda finalidad divina, poder, el
principio de todo derecho mítico. Este último principio tiene una aplicación de consecuencias extremadamente graves en el derecho público, en el ámbito del cual la fijación de límites tal como se establece mediante "la paz" en todas las guerras de la edad mítica, es el arquetipo de la violencia creadora de derecho. En ella se ve en la forma más clara que es el poder (más que la ganancia incluso más ingente de posesión) lo que debe ser garantizado por la violencia creadora de derecho.


Donde se establece límites, el adversario no es sencillamente destruido, por el contrario, incluso si el vencedor dispone de la máxima superioridad, se reconocen al vencido ciertos derechos. Es decir, en forma demoníacamente ambigua: "iguales" derechos; es la misma línea la que no debe ser traspasada por ambas partes contratantes. Y en ello aparece, en su forma más temible y originaria, la misma ambigüedad mítica de las leyes que no pueden ser "transgredidas", y de las cuales Anatole France dice satíricamente que prohíben por igual a ricos y a pobres pernoctar bajo los puentes. Y al parecer Sorel roza una verdad no sólo histórico-cultural, sino metafísica, cuando plantea la hipótesis de que en los comienzos todo derecho ha sido privilegio del rey o de los grandes, en una palabra de los poderosos. Y eso seguirá siendo, mutatis mutandis, mientras subsista. Pues desde el punto de vista de la violencia, que es la única que puede garantizar el derecho no existe igualdad, sino -en la mejor de las hipótesis- poderes igualmente grandes. Pero el acto de la fijación de límites es importante, para la inteligencia del derecho, incluso en otro aspecto. Los límites trazados y definidos permanecen, al menos en las épocas primitivas, como leyes no escritas. El hombre puede traspasarlos sin saber e incurrir así en el castigo. Porque toda intervención del derecho provocado por una infracción a la ley no escrita y no conocida es, a diferencia de la pena, castigo. Y pese a la crueldad con que pueda golpear al ignorante, su intervención no es desde el punto de vista del derecho, azar sino más bien destino, que se manifiesta aquí una vez más en su plena ambigüedad. Ya Hermann Cohen, en un rápido análisis de la concepción antigua del destino(5), ha definido como "conocimiento al que no se escapa" aquel "cuyos ordenamientos mismos parecen ocasionar y producir esta infracción, este apartamiento". El principio moderno de que la ignorancia de la ley no protege respecto a la pena es testimonio de ese espíritu del derecho, así como la lucha por el derecho escrito en los primeros tiempos de las comunidades antiguas debe ser entendido como una revuelta dirigida contra el espíritu de los estatutos míticos.

Lejos de abrirnos una esfera más pura, la manifestación mítica de la violencia inmediata se nos aparece como profundamente idéntica a todo poder y transforma la sospecha respecto a su problematicidad en una certeza respecto al carácter pernicioso de su función histórica, que se trata por lo tanto de destruir. Y esta tarea plantea en última instancia una vez más el problema de una violencia pura inmediata que pueda detener el curso de la violencia mítica. Así como en todos los campos Dios se opone al mito, de igual modo, a la violencia mítica se opone la divina. La violencia divina constituye en todos los puntos la antítesis de la violencia mítica. Si la violencia mítica funda el derecho, la divina lo destruye; si aquélla establece límites y confines, esta destruye sin límites, si la violencia mítica culpa y castiga, la divina exculpa; si aquélla es tonante, ésta es fulmínea; si aquélla es sangrienta, ésta es letal sin derramar sangre.

A la leyenda de Níobe se le puede oponer, como ejemplo de esta violencia, el juicio de Dios sobre la tribu de Korah. El juicio de Dios golpea a los privilegiados, levitas, los golpea sin preaviso, sin amenaza, fulmíneamente, y no se detiene frente a la destrucción. Pero el juicio de Dios es también, justamente en la destrucción, purificante, y no se puede dejar de percibir un nexo profundo entre el carácter no sangriento y el purificante de esta violencia. Porque la sangre es el símbolo de la vida desnuda. La disolución de la violencia jurídica se remonta, por lo tanto, a la culpabilidad de la desnuda vida natural, que confía al viviente, inocente e infeliz al castigo que "expía" su culpa, y expurga también al culpable, pero no de una culpa, sino del derecho. Pues con la vida desnuda cesa el dominio del derecho sobre el viviente. La violencia mítica es violencia sangrienta sobre la desnuda vida en nombre de la violencia, la pura violencia divina es violencia sobre toda vida en nombre del viviente. La primera exige sacrificios, la segunda los acepta.

Existen testimonios de esta violencia divina no sólo en la tradición religiosa, sino también -por lo menos en una manifestación reconocida en la vida actual. Tal manifestación es la de aquella violencia que, como violencia educativa en su forma perfecta, cae fuera del derecho. Por lo tanto, las manifestaciones de la violencia divina no se definen por el hecho de que Dios mismo las ejercita directamente en los actos milagrosos, sino por el carácter no sanguinario, fulminante, purificador de la ejecución. En fin, por la ausencia de toda creación de derecho.

En ese sentido es lícito llamar destructiva a tal violencia; pero lo es sólo relativamente, en relación con los bienes, con el derecho, con la vida y similares, y nunca absolutamente en relación con el espíritu de lo viviente. Una extensión tal de la violencia pura o divina se halla sin duda destinada a suscitar, justamente hoy, los más violentos ataques, y se objetará que esa violencia, según su deducción lógica, acuerda a los hombres, en ciertas condiciones, también la violencia total recíproca. Pero no es así en modo alguno. Pues a la pregunta: "¿Puedo matar?", sigue la respuesta inmutable del mandamiento: "No matarás." El mandamiento es anterior a la acción, como la "mirada" de Dios contemplando el acontecer. Pero el mandamiento resulta -si no es que el temor a la pena induce a obedecerlo- inaplicable, inconmensurable respecto a la acción cumplida. Del mandamiento no se deduce ningún juicio sobre la acción. Y por ello a priori no se puede conocer ni el juicio divino sobre la acción ni el fundamento o motivo de dicho juicio. Por lo tanto, no están en lo justo aquellos que fundamentan la condena de toda muerte violenta de un hombre a manos de otro hombre sobre la base del quinto mandamiento. El mandamiento no es un criterio del juicio, sino una norma de acción para la persona o comunidad actuante que deben saldar sus cuentas con el mandamiento en soledad y asumir en casos extraordinarios la responsabilidad de prescindir de él. Así lo entendía también el judaísmo que rechaza expresamente la condena del homicidio en casos de legítima defensa. Pero esos teóricos apelan a un axioma ulterior, con el cual piensan quizás poder fundamentar el mandamiento mismo: es decir, apelan al principio del carácter sacro de la vida, que refieren a toda vida animal e incluso vegetal o bien limitan a la vida humana. Su argumentación se desarrolla, en un caso extremo -que toma como ejemplo el asesinato revolucionario de los opresores-, en los siguientes términos:

"Si no mato, no instauraré nunca el reino de la justicia (...) así piensa el terrorista espiritual (...) Pero nosotros afirmamos que aún más alto que la felicidad y la justicia de una existencia se halla la existencia misma
como tal"(6).

Si bien esta tesis es ciertamente falsa e incluso innoble, pone de manifiesto no obstante la obligación de no buscar el motivo del mandamiento en lo que la acción hace al asesinato sino en la que hace a Dios y al agente mismo. Falsa y miserable es la tesis de que la existencia sería superior a la existencia justa, si existencia no quiere decir más que vida desnuda, que es el sentido en que se la usa en la reflexión citada. Pero contiene una gran verdad si la existencia (o mejor la vida) –palabras cuyo doble sentido, en forma por completo análoga a la de la palabra paz, debe resolverse sobre la base de su relación con dos esferas cada vez distintas- designa el contexto inamovible del "hombre". Es decir, si la proposición significa que el no-ser del hombre es algo más terrible que el (además: sólo) no-ser-aún del hombre justo. La frase mencionada debe su apariencia de verdad a esta ambigüedad. En efecto, el hombre no coincide de ningún modo con la desnuda vida del hombre; ni con la desnuda vida en él ni con ninguno de sus restantes estados o propiedades ni tampoco con la unicidad de su persona física. Tan sagrado es el hombre (o esa vida que en él permanece idéntica en la vida terrestre, en la muerte y en la supervivencia) como poco sagrados son sus Estados, como poco lo es su vida física, vulnerable por los otros. En efecto ¿qué la distingue de la de los animales y plantas? E incluso si éstos (animales y plantas) fueran sagrados, no podrían serlo por su vida desnuda, no podrían serlo en ella. Valdría la pena investigar el origen del dogma de la sacralidad de la vida. Quizás sea de fecha reciente, última aberración de la debilitada tradición occidental, mediante la cual se pretendería buscar lo sagrado, que tal tradición ha perdido, en lo cosmológicamente impenetrable. (La antigüedad de todos los preceptos religiosos contra el homicidio no significa nada en contrario, porque los preceptos están fundados en ideas muy distintas de las del axioma moderno.) En fin, da que pensar el hecho de que lo que aquí es declarado sacro sea, según al antiguo pensamiento mítico, el portador destinado de la culpa: la vida desnuda. La crítica de la violencia es la filosofía de su historia. La "filosofía" de esta historia, en la medida en que sólo la idea de su desenlace abre una perspectiva crítica separatoria y terminante sobre sus datos temporales. Una mirada vuelta sólo hacia lo más cercano puede permitir a lo sumo un hamacarse dialéctico entre las formas de la violencia que fundan y las que conservan el derecho. La ley de estas oscilaciones se funda en el hecho de que toda violencia conservadora debilita a la larga indirectamente, mediante la represión de las fuerzas hostiles, la violencia creadora que se halla representada en ella. (Se han indicado ya en el curso de la investigación algunos síntomas de este hecho.) Ello dura hasta el momento en el cual nuevas fuerzas, o aquellas antes oprimidas, predominan sobre la violencia que hasta entonces había fundado el derecho y fundan así un nuevo derecho destinado a una nueva decadencia. Sobre la interrupción de este ciclo que se desarrolla en el ámbito de las formas míticas del derecho sobre la destitución del derecho junto con las fuerzas en las cuales se apoya, al igual que ellas en él, es decir, en definitiva del Estado, se basa una nueva época histórica.

Si el imperio del mito se encuentra ya quebrantado aquí y allá en el presente, lo nuevo no está en una perspectiva tan lejana e inaccesible como para que una palabra contra el derecho deba condenarse por sí. Pero si la violencia tiene asegurada la realidad también allende el derecho, como violencia pura e inmediata, resulta demostrado que es posible también la violencia revolucionaria, que es el nombre a asignar a la suprema manifestación de pura violencia por parte del hombre. Pero no es igualmente posible ni igualmente urgente para los hombres establecer si en un determinado caso se ha cumplido la pura violencia. Pues sólo la violencia mítica, y no la divina, se deja reconocer con certeza como tal; salvo quizás en efectos incomparables, porque la fuerza purificadora de la violencia no es evidente a los hombres. De nuevo están a disposición de la pura violencia divina todas las formas eternas que el mito ha bastardeado con el derecho. Tal violencia puede aparecer en la verdadera guerra así como en el juicio divino de la multitud sobre el delincuente. Pero es reprobable toda violencia mítica, que funda el derecho y que se puede llamar dominante. Y reprobable es también la violencia que conserva el derecho, la violencia administrada, que la sirve. La violencia divina, que es enseña y sello, nunca instrumento de sacra ejecución, es la violencia que gobierna.


Notas:

1 En todo caso se podría dudar respecto a si esta célebre fórmula no contiene demasiado poco, es decir si es lícito servirse, o dejar que otro se sirva, en cualquier sentido, de sí o de otro también, como un medio. Se podrían aducir óptimas razones en favor de esta duda.

2 Unger, Politik und Metaphysik, Berlin 1921, p. 8.

3 Sin embargo, cfr. Unger, pág 18. y sigs.

4 Sorel, Reflexions sur la violence. Va. edición, Paris, 1919, pág. 250

5 Hermann Cohen, Ethik des reinen Willens, 2a. ed., Berlin 1907, pág. 362.

6 Kurt Hiller en un almanaque del "Ziel".

* Publicado originalmente en http://www.philosophia.cl/biblioteca/Benjamin/violencia.pdf
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