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EL DISCO DE LA ABUELA de Juan Carlos Villalba

1)  ¿Qué dice la canción Abu..? - preguntaba yo  No se…mi amor…no se - contestaba emocionada.  ¿Y entonces porque lloras?  Tampoco lo se – decía – y se quedaba mirando a lo lejos, mientras me acariciaba entre melancólica y feliz.  Esta escena se repetía casi todos los domingos en casa de la abuela cada vez que ponía a sonar su disco preferido. Aquella música y esa voz maravillosa que cantaba en un idioma por entonces extraño para mí, me sugería  imágenes surrealistas, una especie de   pájaro inexplicable que cambiaba de formas y colores, según el momento y el tono de la melodía. Pero…              Porque lloraba la abuela..? Porque muchas veces terminamos abrazados y lagrimeando..? Que poder tenia aquella música para conmovernos de esa manera..? Durante muchos años me lo pregunte. 3)   Con el tiempo, convertido en adulto y amante de la música clásica, supe que aquel idioma era el francés, que aquella mujer de voz insuperable era María Callas, que el aria que

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Ventajas de ser Shakespeare por Carlos Rehermann

Sin entrar en dolorosas observaciones acerca de la calidad, es claro que con una misma cantidad de palabras, Shakespeare habló de muchos más asuntos que yo, presentó mayor diversidad de caracteres, describió mucha mayor cantidad de sentimientos, y además inventó nuevas palabras (unas 1.700, según los cálculos más recientes). Una conclusión preliminar y un poco (aunque no demasiado) arriesgada, es que los grandes artistas son más eficientes que el resto de la gente en términos de uso de los medios disponibles. Yo dispongo de más palabras, pero uso menos. Por lo tanto, desperdicio una cantidad de recursos. Al mismo tiempo, digo menos cosas usando un porcentaje mayor de palabras diferentes. // por Carlos Rehermann

La bardolatría como estímulo para el desarrollo de la aritmética: En el mundo angloparlante se admira el genio sin parangón de un poeta, asunto que no ocurre en otros lugares, donde los genios suelen estar más relacionados con las ciencias naturales o incluso la ingeniería. Pero en Gran Bretaña y Estados Unidos ninguna figura es considerada tan genial como la de Shakespeare; ni Newton, ni Bacon, ni Alcuino se le acercan en la estima de las personas educadas. Desde hace al menos tres siglos, esas personas practican lo que desde hace un tiempo ciertos ironistas llaman “bardolatría”.

A mediados del siglo XIX, cuando ya se disponía de bastantes estudios sobre Shakespeare, comenzó una carrera hacia la demostración de que era un genio de la lengua gracias a una superioridad mensurable. Quien introdujo la cuestión al mundo académico se llamaba F. Max Müller, y era un filólogo especialista en sánscrito. Müller afirmó que el bardo tenía un vocabulario enormemente mayor que el de sus contemporáneos, que había usado un número desmesurado de palabras diferentes en su obra, y que había creado una cantidad gigantesca de nuevas palabras.


Es posible conocer cuántas palabras diferentes usó en su obra total cualquier escritor, pero antes de las computadoras ese cálculo podía llevar años. Müller hizo el trabajo, y llegó la conclusión de que Shakespeare usó entre 15.000 y 17.000 palabras diferentes en toda su obra. Comparó esa cifra con la de otro gigante de la poesía británica, Milton, de quien afirmó que había usado 8.000 palabras diferentes en toda su obra. Durante los últimos 150 años se mantuvo la idea, así originada, de que Shakespeare era un genio incomparable debido a que tenía un vocabulario extensísimo. Eso parecía confirmar una cita admirativa de Coleridge, para quien es absurdo comparar a Shakespeare con alguien más que con Shakespeare.

Pero en 1968 Marvin Spevack pudo digitalizar la obra shakespeareana, basándose en las recopilaciones más confiables, y, a través de varios programas de computadora, llegó a la conclusión de que el poeta usó unas 31.500 palabras diferentes. La cantidad total de palabras de toda su obra es de poco menos de 900.000. Unos años más tarde, los estadísticos Ronald Thisted y Bradley Efron, de la Universidad de Stanford, calcularon que Shakespeare conocía, pero nunca usó en sus obras, unas 35.000 palabras más. Para llegar a este número aplicaron un razonamiento que comenzaba a usarse en biología, que permite saber cuántas especies no se ven a partir de un total de especies que sí se ven en un ecosistema. Digamos que el bardo conocía 66.500 palabras, aunque en su obra usó menos de la mitad.

El cálculo de Spevack no tenía en cuenta que la máquina contaba variantes de una misma palabra como palabras diferentes, lo cual desde el punto de vista tipográfico es correcto, pero no desde un punto de vista cognitivo. Si Shakespeare conoce la palabra “caballo”, evidentemente puede construir la palabra “caballos”. Lo mismo puede decirse de las diferentes conjugaciones de un mismo verbo. Hay que aplicar alguna corrección en este caso, cosa que hicieron algunos estudiosos en la década de 1980, y llegaron a la conclusión de que Shakespeare usó, en el total de su obra, unas 17.000 palabras diferentes, la cifra que había estimado Müller más de un siglo antes.

Recientemente Ward Elliot y Robert Valenza demostraron, por otra parte, que el vocabulario de Milton (contra lo que pensaba Müller) era de unas 160.000 palabras, es decir, bastante más del doble que el de Shakespeare. Se trata de un caso excepcional, pero demuestra que el bardo no era especial en cuanto al número de palabras que conocía. También demostraron que el autor de la Ilíada tenía un vocabulario de unas 90.000 palabras, casi un tercio más que el de Shakespeare, y, para aumentar la brecha, en un idioma con menos palabras que el inglés. Al mismo tiempo, observaron un hecho trágico para los bardólatras: los colegas contemporáneos de Shakespeare conocían más o menos la misma cantidad de palabras que él.

El resto de los mortales

Cuando Müller escribió sus números sobre el bardo y sobre Milton, estimó también los vocabularios de “un inglés educado”, capaz de leer con provecho la Biblia (3.000 o 4.000 palabras), de “un conversador elocuente” (10.000), y de “un trabajador rural” (300). Son números bastante alejados de la realidad. Hoy se sabe que un niño de dos años conoce entre 500 y 1.200 palabras; un estudio sueco indica que un indigente maneja unas 26.000.

En el mundo angloparlante, la persona promedio (el inglés educado de Müller) conoce unas 50.000 palabras, y quien tiene estudios universitarios tiene un vocabulario de unas 75.000, lo cual supera a Shakespeare, aunque no por mucho. En el mundo de habla hispana no se conoce esa cifra porque a nadie se le ha ocurrido medirla.

En Pesadilla con aire acondicionado, Henry Miller habla del caso. El texto de esa obra, que serviría de modelo a En el camino de Kerouac, fue escrito 20 años antes de que Spevack publicara su trabajo basado en procesos de computación. Allí menciona que Shakespeare conocía 17.000 palabras (se basaba en Müller, probablemente), y que él sabía 75.000, pero no saca ninguna conclusión. Miller sabía cuántas palabras conocía porque desde que existen los diccionarios exhaustivos uno puede hacer el cálculo con mucha facilidad.

El español tiene menos palabras que el inglés. Su diccionario más completo (el de la Real Academia Española) contiene menos de 90.000 entradas. El Oxford English Dictionary, de alguna manera su equivalente, contiene 230.000. Las entradas (también llamadas “lemas”) son palabras equivalentes a las 17.000 diferentes de Shakespeare: no hay plurales, diminutivos ni conjugaciones verbales.

Para saber cuántas palabras diferentes conoce una persona, se hace una selección al azar de páginas del diccionario (digamos 20 o 30), se cuenta qué porcentaje de entradas de cada una conoce, se promedia esos porcentajes y luego se extrapola el resultado al total del diccionario. Mi resultado personal fue de cerca de un 80%, lo cual significa que conozco entre 70.000 y 72.000 palabras, una cifra similar a la de un colega angloparlante (como Miller), a pesar de que la lengua de éste sea tres o cuatro veces más poblada de palabras. Si ese número es constante, hablaría más de la capacidad de almacenamiento del cerebro humano que de las características de una u otra lengua. Por supuesto, siempre habrá casos especiales, como el de Milton.


Hice una rápida investigación con mi obra literaria, por comodidad: la tengo digitalizada y puedo comparar los resultados con mi vocabulario. Hice una comparación con las cifras de Shakespeare, porque no conozco otras estadísticas. Obtuve un resultado un poco diferente a los números del bardo.

En el total de mi obra (que hasta ahora tiene 500.000 palabras, contando novelas y piezas de teatro, poco más de la mitad que la de Shakespeare), usé aproximadamente 28.000 palabras distintas. Del total de palabras que usó Shakespeare, menos de un 4% son distintas. De mi total usado, cerca de un 6% son distintas. Por otra parte, Shakespeare usó casi el 50% de las palabras que conocía; en cambio yo usé menos del 40%. Al mismo tiempo, encontré algunas coincidencias llamativas. Mi libro Dodecamerón está compuesto por 160.000 palabras, pero solo 11.500 diferentes. En 180, mi libro más reciente, que tiene unas 57.000, la cantidad de palabras diferentes entre sí es exactamente la misma: 11.300.

Sin entrar en dolorosas observaciones acerca de la calidad, es claro que con una misma cantidad de palabras, Shakespeare habló de muchos más asuntos que yo, presentó mayor diversidad de caracteres, describió mucha mayor cantidad de sentimientos, y además inventó nuevas palabras (unas 1.700, según los cálculos más recientes). Una conclusión preliminar y un poco (aunque no demasiado) arriesgada, es que los grandes artistas son más eficientes que el resto de la gente en términos de uso de los medios disponibles. Yo dispongo de más palabras, pero uso menos. Por lo tanto, desperdicio una cantidad de recursos. Al mismo tiempo, digo menos cosas usando un porcentaje mayor de palabras diferentes.

Pero no todo tiene que ver con la eficiencia. Ficciones, el libro de cuentos de Borges, tiene 42.000 palabras en total, de las cuales 9.100 son diferentes. Si Borges hubiera escrito 180 con su tasa, habría usado 1.000 palabras más que yo, casi un 10% más. Y nadie puede decir que mi mayor eficiencia sea señal de mayor calidad literaria.

La medición de cantidades no puede establecer rankings. Existen programas con los que se puede llegar incluso a medir la complejidad sintáctica, la variedad estructural de las oraciones y diversos aspectos de lo que en términos generales podría llamarse originalidad y aun así no llegar a ninguna conclusión válida, porque no será posible medir la calidad artística. Porque la calidad es resultado de un juicio, una operación que no da números como resultado.

De qué sirve saber tantas palabras

Hasta el punto final del párrafo anterior, escribí 1.477 palabras, de las cuales 630 son diferentes. Parece que cuanto más breve es el texto, mayor proporción de palabras diferentes tiene. En Dodecamerón mi tasa de palabras diferentes es 7%. En este artículo, cien veces más breve, es 43%. Si dos datos bastan para hacer una regla, se podría concluir que cuanto más escribe el tipo, más dice lo mismo. Si uno usa más palabras, las repite más. De alguna manera, entonces, termina diciendo las mismas cosas.

En un ómnibus de Montevideo puede leerse el siguiente aviso, escrito en grandes mayúsculas en un papel de formato A4, pegado sobre una de las ventanillas:

PARA TRASBORDAR EN LA TERMINAL COLON SOLO PODRA HACERSE CON LA
TARJETA STM VALIENDO EL VIAJE UNICAMENTE EN FORMA ELECTRONICA

Parte del mensaje permanece en la bruma de un alquímico saber salvajemente gerundiado. ¿Qué es la forma electrónica de un viaje? ¿A cuál de los viajes se refiere el mensaje? ¿Al que lleva a la terminal o al que parte de la terminal? ¿Por qué se necesitan tres verbos —trasbordar, poder, hacer— para cumplir con la acción del trasbordo, que es una sola?

¿De qué me sirve conocer 70.000 palabras si uso solo 11.000 para escribir un libro? ¿De qué le sirve al redactor del aviso del ómnibus conocer 28.000 palabras si usa mal las 20 que necesita? Él podría haber escrito mi libro, y yo podría haber escrito su cartel, si de números se trata.

Desde que los estudiosos se han puesto a disecar a Shakespeare con ayuda de computadoras, los bardólatras simplemente han cambiado de estrategia. Si antes decían “¡Ah, Shakespeare, un genio! Nadie sabía tantas palabras como él”, ahora pueden decir: “¡Ah, Shakespeare, un genio! Y eso que sabía las mismas palabras que cualquiera”.

Antología en La Revista

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