VICENTE BLASCO IBAÑEZ: Escritor y político español, nacido en Valencia en 1867 y muerto en Menton (Francia) en 1928. Vicente Blasco Ibáñez estudió derecho en Valencia y pronto ingresó en las filas del Partido Republicano. Durante algún tiempo estuvo ligado al valencianismo propugnado por Teodoro Llorente, pero poco después se distanció de él.
El talante polémico de que dio muestras en esta primera época le valió un breve exilio en París, ciudad en la cual entró en contacto con el naturalismo francés, que ejerció una notable influencia en su obra, especialmente en Arroz y tartana (1894), con la que inauguró su ciclo de novelas «regionales», ambientadas en la región valenciana.
En 1894 fundó el periódico El pueblo, que sería su plataforma política, primero como portavoz del republicanismo federal liderado por Pi i Margall y después, cuando se separó de éste, para difundir su propio idezario político, que pasaría a ser denominado blasquismo y que había de alcanzar una importante repercusión popular, sobre todo a raíz de la dura campaña contra los gobiernos de la Restauración que llevó a cabo desde las páginas del periódico.
Procesado, encarcelado y condenado de nuevo al exilio (1896), Vicente Blasco Ibáñez regresó a España dos años después y fue elegido diputado a Cortes en seis legislaturas, hasta que en 1908 decidió abandonar la política. Buscó fortuna entonces en Argentina, donde intentó llevar a cabo dos proyectos utópicos de explotación agrícola que acabaron en sendos fracasos.
Blasco Ibáñez partió hacia París y en 1914 publicó la novela que le daría fama internacional, Los cuatro jinetes del Apocalipsis. En 1921 decidió retirarse a su casa de Niza, donde escribió sus últimas novelas, más pensadas para gustar al público que las de sus años de más efectiva lucha política, en las que intentó reflejar las injusticias sociales desde una óptica anticlerical, dentro del más puro estilo realista, como sucedía en La barraca (1898).
PROSA
FRAGMENTO DE TRISTÁN EL SEPULTURERO
Cuenta que Tristán jura haber visto noche tras noche a su difunta esposa aparecerse en espíritu, y su compañero lo reta a acudir al cementerio a pesar de ser la noche de Todos los Santos; lo cual no fue buena idea.
II
El tio Corneja apareció en aquellos instantes en el umbral de una puertecita que comunicaba la taberna con los demás aposentos de la casa, armado de un colosal candil que colgó en la pared, y después de dar las buenas noches a sus dos parroquianos, fue a sentarse detrás del desvencijado mostradorcillo.
La luz, al difundirse por la estancia, bañó con sus rayos los rostros de Tristán y Puñiferro, que en aquellos instantes demostraban claramente el estado
de sus ánimos.
El primero, con la mirada vaga y las cejas fruncidas, parecía recorrer con su imaginación el dilatado campo del pasado, mientras que el segundo aguardaba
impasible que su amigo comenzase la relación.
Por fin, después de algunos momentos de silencio, Tristán sacudió su cabeza como para salir de aquel ensimismamiento, y comenzó a hablar de esta manera:
-Hace pocos años (como tú has dicho muy bien), era yo un hidalgo de bolsa escueta, aunque de preclaro linaje, y muy bien podía considerarme como el hombre más feliz del mundo.
Laura, la joven más hermosa de la villa, me amaba tanto como yo a ella (y eso que mi amor bien podía colocarse entre las más celebradas pasiones), y por mí, solamente por mí, desdeñaba a los numerosos adoradores que sin tregua la asediaban con declaraciones, billetes"' y serenatas.
Ahora te relataría a grandes rasgos la felicidad de que entonces gozaba, si no fuera porque a ti te es por completo indiferente cuanto podría decirte.
Aquellas entrevistas amorosas a través de sus rejas y a la luz de blanca luna, aquellos suspiros apasionados, aquellos crujientes besos; todo, todo
lo oirías de mi boca si no fuera porque eres un hombre incapaz de comprender otras cosas que no sean pendencias y villanías.
No te formalices, Puñiferro. ¿A qué esos gestos, si sabes que los dos nos conocemos?
Como te he dicho antes, ninguno de los detalles de aquella época feliz te interesan, ni es fácil que los comprendas, y por lo tanto te hago gracia de ellas.
¿Te imaginas tú el cielo cayendo en estos instantes sobre nosotros? ¿Comprendes tú el aire convirtiéndose en fuego y los ríos llameando como lava hirviente envolviéndonos en sus ondas?
¿Comprendes tú el punzante frío transformándonos en estatuas de hielo? Pues todas estas impresiones fueron las que yo sucesivamente sentí el día en que supe que Laura, mi adorable Laura, acababa de morir.
Cuando recuerdo aquel fatal instante, todavía parece que se reproduzcan en mi alma.
Muerta, ¡Dios mío! Muerta cuando yo soñaba en un porvenir radiante de felicidad, cuando ella solo consistía mi dicha, cuando ella era todo mi encanto y yo solo vivía para ella.
Al suceder tales cosas, se duda de Dios, de ese Dios que en algunas ocasiones se muestra tan injusto y desalmado. Pero... ¿qué es lo que digo?
Los dolorosos recuerdos, al agolparse en mi mente, me hacen proferir palabras de las que luego me arrepiento y de las cuales es autora mi desesperación.
-¡Alto! -dijo al llegar aquí Puñiferro, con acento sentencioso_. No te exasperes, la vida es corta y es preciso marcharse al otro mundo con el mayor bagaje de alegrías posible. Bebe hasta que quede vacío el jarro, y después continúa.
Tristán cumplió el consejo del valentón, y luego dijo, un poco más calmado:
-Todavía parece que veo a mi Laura tal como estaba antes de que la llevasen a enterrar. Sus ojos, aquellos ojos en el fondo de los cuales tantas veces
había visto reproducida mi imagen, estaban velados por las sombras de la muerte, y el color carmesí de sus labios había huido para siempre. Su pálida frente ostentaba una corona de blancas rosas, y su cuerpo estaba envuelto en albas vestiduras. ¡Dios mío! ¡Cuán hermosa estaba aun después de muerta! Vestida de esta manera es como se me aparece todas las noches.
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