Eugenio Mandrini nació el 16 de diciembre de 1936 en Buenos Aires, donde reside, capital de la República Argentina. // Por
Rolando Revagliatti
1 — En otras ocasiones has definido públicamente tus preferencias, improvisado instantáneas, pergeñado esbozos o estampas. Hoy, para nosotros, Eugenio, ¿qué retrato de vos nos ofrecerías?
EM — Comencé a respirar formando parte de una familia constituida por cinco miembros: mi padre, mi madre, mi hermana, los libros y yo.
Ya de niño, mi padre fue mi mentor, mi guía en el oficio de lector, paseándome primero por los trágicos y épicos griegos, después por el siglo de oro español y, por último, por la gran literatura rusa y la no menos grande de la francesa, período que después completé con los contemporáneos. Eso fue suficiente para enamorarme de las palabras, y no solo de éstas, sino también de un punto aparte y de una coma. Llegué a soñar que la coma era una puerta donde la sorpresa me aguardaba con los brazos abiertos.
A quien me pregunte la edad, le diré que en diciembre cumplí 141 años, porque sigo la huella de diplodocus que dejó mi padre. De lo dicho surge también que soy de sagitario, pero aclaro que nosotros, los sagitarianos, no creemos en los horóscopos.
Supe de la poesía cuando siendo un pibe, el día en que al ir a la panadería y en vez de pedir medio kilo de pan, dije: pan, medio kilo. Es que había descubierto el hipérbaton, recurso retórico que consiste en practicarle al giro una súbita torsión, procedimiento que más tarde aprendería a exprimirlo hasta producir cadencia.
He elegido vivir en constante exaltación poética, y es por ello que cuando empezaron a llamarme loco, comprendí que estaba en el buen camino.
A su tiempo, escribí novela, cuentos, guiones de historieta y hoy, además de poesía, mantengo estrechos vínculos incestuosos con la microficción, a la que siento como mi madre, mi amante, mi hermana, mi hija.
Amo la opera porque es la casa de los héroes vocales, y al tango porque sus evocaciones y nostalgias nos devuelven el cielo que perdimos una vez.
Mi otro amor o especialidad es ser lector, es decir, desenterrar tesoros en medio de la noche.
¿Qué pienso del mundo? Que hay que vivirlo con un ojo perplejo y el otro insomne.
¿Qué busco al escribir? Que la palabra brille como un sol o, al menos, como la sombra de un tigre.
¿Mi color? El rojo, un tanto brumoso por la época.
¿Músicos? Beethoven, Verdi, Piazzolla.
¿Voces? Callas, Gardel, Serrat.
¿Qué pienso de Dios? Que existe, se llama Shakespeare y está en expansión.
¿Forma preferida de morir? Distraídamente.
¿Mi felicidad? La mujer, mi hijo, un amigo, la soledad, la multitud.
¿Un sueño? Despertar el día después de haberme helado.
¿Otro sueño? Que el cuervo de Poe continué diciendo “nunca mas” hasta que la miseria, la angustia y el olvido, sean nunca mas.
Si me preguntan qué es la poesía, digo que es un estado de ceguera desde el cual se ven otras luces, incluso otras sombras. Si me preguntan qué es la microficción, digo que es un rayo de luz en un sótano o más bien el escorpión que viene a morderme la camisa.
Creo que tanto el poema como la microficción son construcciones que trato de edificar mediante innumerables borradores, tantos que alfombran el piso.
Creo también, como Eluard, que hay otro mundo y está en éste.
Y creo asimismo en la piedad, a la que llamo cada vez que, al escribir, transpongo la frontera de lo real.
No se si he sido claro.
2 — Nuestros lectores confirmarán que lo sos. Instalémonos por un instante en la (eventual) claridad de tu adolescencia, y la seguimos desde allí.
EM — A los catorce años, mi primer trabajo: escribir guiones de historieta en revistas hoy desaparecidas. Más tarde, cuentos para revistas femeninas como “Maribel” y “Vosotras”; además, para las Selecciones Policiales y Gauchescas de Editorial Codex. Todo eso, sin dejar de intentar el poema, ganando premios en concursos de poesía tradicionalista: por ejemplo, sobre “Las mujeres gauchas” y sobre el Chacho Peñaloza. Ya en 1970, gané el primer premio de poesía que organizara la Biblioteca Popular “Cornelio Saavedra”, circunstancia que me permitió iniciar y sostener una larga amistad con el poeta Joaquín Gianuzzi. Y comencé a redactar guiones para las revistas de la Editorial Columba, creando un personaje gauchesco para el Álbum de “El Tony”, llamado “Rosendo, el toro”, que se mantuvo durante años, pasando luego a la Editorial Skorpio, donde escribí numerosos guiones unitarios, y además otro personaje, llamado “La maga”, el que se reprodujo en España e Italia, mientras que en nuestro país produje guiones para los renombrados dibujantes Domingo Mandrafina, Horacio Altuna, Gustavo Trigo, Carlos Casalla, Francisco Solano López, Carlos Roume, Leopoldo Durañona, y Alberto y Enrique Breccia. Pero ya hacía tiempo que venía en conflicto con la historieta, para sustituirla por la poesía y la narrativa. Al respecto, recibí una importante mención en el concurso de novela organizado por el Diario “La Opinión” y Editorial Sudamericana, también en 1970, con un jurado compuesto por Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Augusto Roa Bastos y Rodolfo Walsh. La novela se tituló “La bilis” y por enigmáticas razones no llegó a publicarse. Y siempre alrededor del setenta recibí una mención en un concurso organizado por Canal 13, sobre obras de teatro para TV, con duración de treinta minutos, que ganó Rodolfo Walsh con “La granada”, pero el canal nunca filmó las obras premiadas, pese a que ello constaba en las bases del concurso.
3 — ¿Y ya en la década siguiente?
EM — Se publica en el 87 el hoy inhallable “Criaturas de los bosques de papel”, a través de Editorial ECA, última editorial que tuvo el Estado, y dado que estaba compuesto por poemas y cuentos breves y brevísimos, me permitió entrar en el mundo de la microficción, a tal punto que en diciembre de 2014 se publicó en España “Las otras criaturas”, por Editorial Menoscuarto, íntegramente dedicada a la microficción. A su vez, al año siguiente, Editorial Macedonia, de Buenos Aires, publicó “La vida repentina”, selección de “Criaturas de los bosques de papel”.
4 — El volumen “La Argentina en pedazos” de Ricardo Piglia (Ediciones de la Urraca, 1993), incluye tu adaptación a la historieta, ilustrada por Solano López, del cuento “Cabecita negra” de Germán Rozenmacher (1936-1971).
EM — Éste resultó ser un trabajo interesante que en su momento fue estudiado en alguna Universidad. Sobre el mismo entendía que adaptar a la historieta un cuento de lenguaje macizo como el de Rozenmacher, solo se podía resolver eliminando la escritura del autor y respetando solo su espíritu y el contenido, vertidos ambos en el clásico diálogo del guión, que es la esencia de este tipo de literatura de imágenes, sostenido, a veces, por el silencio, vale decir, la primacía del dibujo con exclusión de la palabra.
5 — “Discépolo, la desesperación y Dios” es el título del ensayo con el que contribuiste al acervo de la Academia Nacional del Tango.
EM — Se trató de una exigente experiencia. Me permití eliminar por completo los datos biográficos del autor, y someterme al ejercicio del “desplazamiento”, es decir, viajar de autor a autor, o sea, desde mi lugar hacia el de él, hacer allí la carnadura, y llegar a su interioridad, a su introspección. Quedó entonces el ensayo como escrito por “dentro” del mismo Discépolo, desde su desesperación y sus duros planteos y disputas sobre Dios.
6 — ¿Develarías lo acontecido con “La bilis”, esa novela que nunca se publicó?
EM — La novela trataba la relación entre dos empleados de oficina, uno, peronista de la primera hora, y el otro, un teórico de izquierda, en medio del marco histórico de una crisis social y económica. En cuanto a lo enigmático, resultó ser que tanto en la Editorial Sudamericana (que auspició el concurso junto al diario “La Opinión”) como en Cedal (Centro Editor de América Latina), donde la presenté, fue rechazada por exceso de técnicas que hacían confusa la historia. Creo que sí, que era cierto eso, dado que entre la sucesión de ejercicios técnicos, me dediqué a dar, en cada una de las secuencias de la novela, que no eran pocas, cinco o seis versiones, motivo por el cual su lectura parecía destinada solo a lectores teóricos de la novela. De todos modos, también fue enigmático el hecho de que ambos directores de dichas Editoriales, o sea, tanto Enrique Pezzoni como Luis Gregorich, me “invitaron a aclarar la historia” con posibilidades de ser publicada. Desistí de ello por temor a que la novela quedara reducida a polvo entre los dedos, y decidí enterrarla en el olvido, al punto de terminar extraviándola. Aun así, la novela había sido mencionada por el Jurado.
7 — Aunque mucho trasluce el título de la revista que llegaste a dirigir, ¿la evocamos?
EM — “Buenos Aires Tango y lo Demás”, que codirigí con el poeta Héctor Negro, fue una revista independiente que editó 60 números en 30 años, sostenida a pulmón y éxtasis por un grupo de amigos solidarios. Y es cierto lo que decís respecto al título que lo delata todo. Sin embargo, además del material informativo y ensayístico sobre la ciudad y el tango, no faltó el espacio destinado a lo creativo, mediante la incorporación permanente de poemas y cuentos, tanto de los integrantes de la revista como de autores conocidos. Al respecto, mis textos sobre dichos géneros, fueron recuperados en un reciente libro titulado “Con voz de perro lunar”.
8 — Sos de la ópera “un entusiasta al borde de la locura”. ¿“Nabucco” de Giuseppe Verdi, “Carmen” de Georges Bizet, “Tristán e Isolda” de Richard Wagner, “Sansón y Dalila” de Camille Saint-Saëns, “Orfeo y Eurídice” de Christopf Willibard Gluck o “Mefistófeles” de Arrigo Boito?
EM — En todas ellas y en las que falta citar, destellan grandes momentos orquestales, corales y de voces individuales que me exaltan. Esto me hace recordar lo que alguna vez escribió un desconocido lexicógrafo: “la música es la más arrebatadora de las artes”, bello concepto que comparto plenamente, aunque también la poesía derrama sus arrebatos, desde un sentido más secreto o íntimo, como es a través de las dos “S”, es decir, la Sugerencia y la Seducción.
9 — Se lee en “Yo el supremo” de Augusto Roa Bastos: “La obra maestra de ficción de todos los tiempos habría sido aquella en la que estuviesen unidas la magia armoniosa de la prosa de Cervantes y la prodigiosa capacidad de invención verbal de Quevedo.” ¿Qué otra unión fantaseás que hubiera brindado la obra maestra de ficción de todos los tiempos?
EM — En principio dicha frase, y que me perdone Roa Bastos a quien admiro, suena a glorificación de los muertos o a culto de la personalidad. Si la novela hablara, seguro que resistiría con sólidos argumentos engrosar el género con los restos de los próceres. El arte literario, estudiado históricamente, goza de una tríada que se mantiene en el tiempo felizmente inalterable: me refiero al entramado compuesto por Legado – Metamorfosis – Continuidad. Lo que surja de allí puede ser más significativo y poderoso que cualquier ensoñación. El pasado es la fuente a la que hemos de acudir hasta ahogarnos, y los muertos célebres son nuestros padres. ¿Qué más?
10 — ¿Con qué nos vamos a encontrar en tus futuros libros?...
EM — Nunca padecí la ansiedad por la publicación. Debe ser porque cada libro mío necesita una horneada mínima de cinco años. Pese a ello siempre espero que alguna bifurcación o atajo me permita presentir, brumosamente, la materia de un próximo libro. Hoy estoy trabajando poemas extensos de tipo enumerativo con contextos propios. No sé si todo eso se edificará a través de poemas unitarios o de una ligazón de textos donde el verdadero poema sea la totalidad del libro, vale decir, un libro trabajado con fragmentos o ruinas que, bien montadas, puedan hacer las veces de una construcción.
11 — “Un homenaje al vértigo” es el subtítulo de tu poema “Los bailarines de tango”. Es un tanguero que no sabe bailarlo (yo), quien se imagina que sos muy buen bailarín. ¿Me lo confirmás? Imagino también que habrás, muchas veces, “ido a la milonga”.
EM — Lamento defraudarte, Rolando. No soy ni siquiera buen bailarín. Amo el tango, su poesía, su música y sus interpretes; incluso escribí un libro sobre los poetas del tango. Pero no soy tanguero, lo amo desde la poesía. Por otro lado, sí, visité milongas por razones de conocimiento directo, y supe que eran y son recintos Fellinescos. En cuanto a los bailarines, me resultan solemnes y machistas, lo cual es paradójico, pues el baile del tango es un arte admirable. ¿Cómo surgió el poema citado? Me di cuenta que los bailarines, cuando dibujan sus fantásticas figuras, no miran a los espectadores, en realidad los atraviesan. Es decir, su mirada va lejos, a otra latitud, como hipnotizados por algo invisible. Es que ellos están concentrados en su arte, como todo creador en medio de su incierta creación. Ese acto de llegar a la hondura desde el instinto y la audacia, merecen mi más alto respeto. Por eso el poema.
12 — ¿Cuáles son los criterios (o algo así) a partir de los cuales corregís las sucesivas versiones de un poema o microficción?
EM — Bueno, esto ya es un capítulo aparte. Primero debo decir que intento ser un perfeccionista, mas no para alcanzar la excelencia técnica, que tiene alma de estatua y pese a ello es imprescindible, sino para llegar a la sencilla fluidez. Ahora sí voy a la pregunta. Una vez “volcado” el poema, si noto algún desequilibrio o desarmonía tanto en el planteo, en el tratamiento, como en el lenguaje, rehago el mismo desde un nuevo enfoque y después otro y otro más, hasta que el poema esté mas o menos domeñado, obsesión que me lleva a alfombrar el piso de borradores. Recién entonces comienza el segundo tramo de la corrección, mejor dicho, la “corrigienda” como bien sabía decir Alfonso Reyes. Por un lado, penetro en la lectura solitaria, es decir, la del ojo, que nunca es abarcadora del todo. Corrección que luego completo con la audición, o sea, la lectura en voz alta, a fin de pasear por el territorio del sonido y, además, completar ciertos espacios que el ojo, por su condición circular, no ve del todo. Finalizada dicha travesía, me desplazo hacia el lector, intento convertirme en él y completo la corrección a la manera de un dentista al arrancar una muela: impiadosamente. En fin, para mí resulta una delicia la “corrigienda”.
13 — Transcribo de “Memoria histórica del más grande existencialista norteamericano”, artículo de Williams Burroughs: “Yo había perdido el interés como un niño en la escritura, quizá porque no estaba capacitado para enfrentar lo que todo escritor debe hacer frente: toda la mala escritura que tendrá que hacer antes de que escriba algo bueno.” ¿Llegaste, Eugenio, como Burroughs, a percibirte tan desanimado? ¿Cómo son tus desánimos, tus fastidios?
EM — Mis desánimos. Otro capítulo singular. Los tengo en cantidad y son audibles. Los consorcistas del edificio donde habito dan fe de ello. Sucede que utilizo máquina de escribir (rechazo la computadora porque necesito tocar el papel, cuanto mas rugoso y menos satinado sea, tanto mejor, y sentir que late en los dedos; me atrae también el peso de algunas teclas cuando ensucian de tinta letras o palabras, hecho éste que le imprime otro volumen al texto; por último, su traqueteo de tren me hace viajar). Bien. Cuando ella, mi amada y estruendosa Remington, por razones mecánicas se atasca, la denuesto con lenguaje de tribuna y hasta llego a pensar, pobre santa, que, en ciertas circunstancias, todos podemos ser asesinos. Claro que más tarde, si rueda como una locomotora feliz hacia su meta final, la acaricio y la beso igual como lo hago con un poema, mío o de otro poeta, que despida luz. Otro desánimo proviene cada vez que la hoja en blanco se me resiste y no puedo sembrar allí ni una sílaba o letra; profundo desconsuelo que me lleva a ir al Parque Lezama, a sentarme en un banco, y quedar blando o algodonoso, como si fuera yo el único culpable de las penas del mundo. Desde luego que, de pronto, resucito, mando todo al diablo, vuelvo a mi casa, introduzco una nueva hoja en la Remington y aguardo a que las Musas me sean propicias.
14 — ¿Qué literatura te interesa porque te “descoloca”?
EM — En realidad me “descolocan” los grandes creadores, con sus giros, sus volares, sus fulgencias, esos que detienen el paso del tiempo o saben engañarlo. Por ejemplo Shakespeare, cuando le hace decir a uno de sus hijos teatrales, que “la historia es un cuento narrado por un idiota lleno de sonido y de furia”, y más aún cuando dicha frase continúa, más de trescientos años después, en William Faulkner, que se apodera de un fragmento de la misma para significar su novela titulada “El sonido y la furia”. O cuando Borges, en su cuento “El inmortal”, escribe: “Llovía con lentitud poderosa”. ¡Santo cielo azul o negro! ¿Qué es eso de una lluvia lenta? ¿Y que es aquello de la lentitud poderosa? Y completo con un agudo hipérbaton de Giosuè Carducci cuando escribe: “el silencio verde de los campos”. Otros, que no son ni serán grandes, habrían escrito “el silencio de los campos verdes”. Al fin y al cabo, la poesía es el género que crea lo fascinante imposible, y en este caso el silencio bien puede ser verde. Todo eso me “descoloca”, para “colocarme” mejor.
15 — ¿Tenés algún tema o asunto que te ronde desde hace bastante tiempo y al que “no le hayas encontrado la vuelta” como para materializarlo en un texto artístico?
EM — Sí, lo tengo. Y son dos: la Gracia y la Medida. ¿Qué es la Gracia? ¿Qué, la Medida? ¿Qué luz de relámpago hace que la Gracia se haga visible, sutilmente visible? ¿Y quién de cualquiera de nosotros llega al privilegio de la Medida cuya exactitud ni siquiera la tienen los relojes de precisión atómica? ¿Son ambas materias estables o huidizas? ¿Quién las convoca: algún ángel, algún fantasma, algún monstruo, algún espejismo, algún dios enajenado por la estética, algún mago tahúr de esos que todo lo muestran y todo lo esconden? ¿Cómo es posible que un poema haya alcanzado la excelencia y, sin embargo, la Gracia permanezca ausente? ¿O en qué momento quitar las manos de las teclas y saber (creer) que es esa y no otra la última línea de lo escrito? Me detengo aquí. He llegado a la conclusión de que tanto la Gracia como la Medida, son actos sobrenaturales.
16 — ¿Algo del orden del aturdimiento, por ejemplo, habrás percibido, apenas supiste que un jurado compuesto por Antonio Gamoneda, Juan Gelman, Gonzalo Rojas —los tres, Premio Cervantes— y Jorge Boccanera, en Fallo Unánime te habían otorgado el Premio Único e Indivisible del Concurso de Poesía “Olga Orozco” 2008, por tu “Conejos en la nieve”?
EM — Primero me invadió la sensación de levitar, ese estado de flotación fantasmal semejante al de los astronautas en la ingravidez de sus caminatas. Ya repuesto de ese cross a la mandíbula, volví a pensar sobre aquello que había descubierto hacía mucho: que la poesía es un gran émbolo movido por opuestos: por un lado, para algunos, es constrictora como una boa y, para otros, es abundante como los vientos jóvenes, como el desamor o como los buenos elefantes. Supe entonces, junto a la levitación, que “Conejos…” había sido escrita con la mezcla, acaso monstruosa, de esos opuestos.
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