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EL DISCO DE LA ABUELA de Juan Carlos Villalba

1)  ¿Qué dice la canción Abu..? - preguntaba yo  No se…mi amor…no se - contestaba emocionada.  ¿Y entonces porque lloras?  Tampoco lo se – decía – y se quedaba mirando a lo lejos, mientras me acariciaba entre melancólica y feliz.  Esta escena se repetía casi todos los domingos en casa de la abuela cada vez que ponía a sonar su disco preferido. Aquella música y esa voz maravillosa que cantaba en un idioma por entonces extraño para mí, me sugería  imágenes surrealistas, una especie de   pájaro inexplicable que cambiaba de formas y colores, según el momento y el tono de la melodía. Pero…              Porque lloraba la abuela..? Porque muchas veces terminamos abrazados y lagrimeando..? Que poder tenia aquella música para conmovernos de esa manera..? Durante muchos años me lo pregunte. 3)   Con el tiempo, convertido en adulto y amante de la música clásica, supe que aquel idioma era el francés, que aquella mujer de voz insuperable era María Callas, que el aria que

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Cromos exóticos de Gustavo Espinosa

Hace veinte años, un artículo  (no recuerdo qué heterónimo de quién lo firmaba) publicado en el semanario La República de Platón trataba de racionalizar la perplejidad que producía en su autor la recepción de ciertos programas de la televisión uruguaya. El caso propuesto era el de los informes sobre el verano en Punta del Este, que desplegaban su paisaje de hoteles treinta estrellas, de atardeceres fastuosos, de festicholas y mujeres desnudas, en una pantalla localizada —por ejemplo— en un barrio periférico de Tacuarembó, entre la inflación y las moscas de los años 1990. Cómo explicar que semejante obscenidad no estimulase una revuelta incendiaria, que desde los márgenes de la miseria se contemplara con mansedumbre las rutinas jubilosas del exceso. // Fuente H Enciclopedia

El zoom viaja desde la piel lisa de una aceituna que flota en un trago largo hacia la nalga dorada de una muchacha, y luego se eleva para escrutar los cráteres de la luna llena sobre el Atlántico. Pese a la mostración hiperreal —o tal vez a causa de ella— el espectador no acusa perturbación alguna, y permanece ante el tamaño de un televisor que ha ocupado la penuria del rancho como una nave extraterrestre, donde los rituales, episodios y personajes de la orgía cool son contemplados con menos fascinación que curiosidad. La comparsa de cómicos argentinos con gafas negras, las modelos demasiado flacas, Casapueblo, aparecen como el pastor masai que bebe sangre bovina o el actor kabuki en el Nat Geo. En un cuento de Bioy Casares (“De la forma del mundo”, en El héroe de las mujeres) se refiere la existencia de un pasadizo que permite llegar caminando y en poco rato desde la Provincia de Buenos Aires a Punta del Este. En la mediación televisiva del Uruguay glamoroso ocurre al revés. Hay una obstrucción de toda continuidad o tránsito entre el veraneo vip y el bochorno aplastante del barrio de Tacuarembó o de Treinta y Tres. Punta del Este se recorta de todo contexto y destella como un cromo exótico, bidimensional, helado.


Las representaciones realistas, aunque pudiera pensarse lo contrario, suelen generar este extrañamiento. Algunos españoles dicen que El Lazarillo de Tormes (anónimo, 1554) es la primera novela moderna. La afirmación, que no debe considerarse un mero exabrupto chauvinista, se fundamenta —entre otros motivos— en que aquel relato rompe abruptamente con la tradición fantástica o idealizante de las novelas de caballeros o de pastores y elige el realismo como estrategia para construir su verosímil. El Lazarillo cuenta en primera persona las peripecias de lo que hoy llamaríamos un adolescente en situación de calle. Obedeciendo la tendencia a amonestar la narrativa realista con algún adjetivo, no sería delirante adscribir esta novelita al realismo sucio —preferido no hace mucho por escritores y lectores jóvenes—, ya que incluye, por ejemplo, la descripción del vómito de los restos de una “negra malmascada longaniza” sobre la cara de un ciego. Pero la novela, no solo no fue escrita por un imposible lumpen letrado del siglo XVI, sino que los lectores que la convirtieron en un temprano best seller tampoco pertenecían a aquella subclase residual. El Lazarillo estableció y fijó los rasgos y los estereotipos de un género exitosísimo, y —más que el reconocimiento o la identificación de la crítica de costumbres— produjo la estetización de una tribu canallesca y exótica, que vino a sustituir o a acompañar a las pastoras con nombres virgilianos y a los superhéroes feudales en el ocio de los letrados.

Siglos después, pasaba algo parecido con la obra de Marcel Proust. El narrador francés redactó siete tomos acerca de las morosas vicisitudes de ciertos personajes pertenecientes a las clases altas francesas de la belle époque. Para Proust, para Marcel, el narrador, aquellos personajes eran parte de su ambiente cotidiano. Pero cuando, merced a la refinada eficacia de la escritura proustiana, hacen el crossover contextual, se convierten en una etnia que nos seduce por la extravagancia de sus usos y costumbres. En términos antropológicos, lo que para el autor eran “conceptos de experiencia próxima”, para el observador no nativo (ciertos lectores, nosotros) son “conceptos de experiencia distante” (Clifford Geertz, Desde el punto de vista nativo: Sobre la naturaleza del conocimiento antropológico, Barcelona, Paidós, 1994).

Más recientemente, a fines del siglo pasado, los borrachos y drogadictos californianos de Charles Bukovsky encantaban por su naturaleza subterránea o periférica (la subalternidad aún no aparecía en el lexicón) a jóvenes montevideanos mucho más subterráneos y menos metropolitanos que aquellos personajes. El realismo mágico de Carpentier o de García Márquez (o el neobarroco en su versión Sarduy) usó —y abusó— deliberadamente de este artilugio. Tal vez la excepción a estas generalidades, dentro de la tradición realista, sea —por razones sociales, tecnológicas y meramente literarias, que exceden las posibilidades de esta columna— la novela europea del siglo XIX y su recepción por parte de sus contemporáneos.


De regreso a los formatos de la televisión vernácula, puede decirse que el mismo efecto de extrañamiento estetizante se genera en el caso de las noticias policiales. Aquí los mecanismos de mímesis son otros, acaso más sofisticados: la baja definición vertiginosa de las cámaras de seguridad registrando la rapiña, la narración elíptica que muestra los guantes quirúrgicos junto a la mancha de sangre, el zapato en medio de la avenida, pero también el travelling por los recovecos más ominosos de ciertos barrios. Generalmente el espectador recibe todo eso desde una otredad infranqueable; su miedo o su indignación es una interjección prediscursiva, análoga a la erotización de la imagen de un topless en Playa Bikini.

Equipos de la televisión de Brasil, de Inglaterra y últimamente de Corea han venido a Montevideo a documentar la vida privada del Presidente Mujica. Los coreanos mostraron su cama destendida, las manchas de humedad y los mosquitos muertos, metieron una cámara en la heladera. Este registro disfórico, antiépico, es propio del realismo; se supone que tiende a habilitar una conexión empática con cierto espectador abstracto, con “el hombre común”. Sin embargo se trata de la fabulación de una figura folk, que termina siendo —también para nosotros— más que un calibre político o la personificación carismática de determinado proyecto, otro personaje pintoresco en el continuum de megabytes, pixeles y otros corpúsculos de la información.
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