Nací un 8 de enero de 1952 en la ciudad de Tigre, en la provincia de Buenos Aires. Hermana menor de dos, mi primera infancia (hasta los 9 años de edad) la viví en un pequeño pueblo, a orillas del Río Lujan - Dique Luján - Partido de Tigre. Mis padres: Elías Pascual Giordano (1917 - 2006) y María Luisa Gambetta (1922 - 2002). //
Por *Silvia Beatriz
Sólo Recuerdo a Baltazar
Cuando se acercaba la noche de Reyes, parecía que el aire se llenaba de electricidad.
Tanta expectativa, tanta ansiedad, hacía que nos fuera casi imposible mantener el buen comportamiento que la fecha requería. Había que portarse muy bien si queríamos que los Reyes Magos trajeran el regalo tan ambicionado en esa noche especial.
Los preparativos comenzaban el día 5 de enero, después de la siesta de la tarde. Lustrar los zapatos, recoger pasto para los camellos, acondicionar un buen lugar para que pudieran descansar de tan largo viaje.
Disponer el agua y un plato para luego llenar de pan dulce y elegir las mejores piñas (que embellecíamos con cintas o tiras de tela, formando moños) de los pinos del patio, que adornaban lo que sería la mesa del banquete de agasajo.
Recuerdo un año en especial. En la juguetería del pueblo - pertenecía a mis padres -, habían instalado un buzón (una caja convenientemente forrada en papel de seda), en donde todos los chicos podíamos depositar nuestra carta para los Reyes Magos. Decían que los veríamos aparecer temprano, porque iban a empezar la entrega de regalos por nuestras casas y que después seguirían por el resto de las ciudades.
En la noche del 5 de enero, estábamos toda la familia cenando en la galería, cuando la gritería de los perros, nos alertó a mi hermana y a mí de que algo inusual estaba por pasar. Corrimos al patio y vimos como una sombra alta e inmensa traspasaba el portón .
Temor, ansiedad, emoción. Todo eso y más burbujeaba en nuestros corazones.
Mamá y papá nos custodiaban las espaldas para darnos valor.
Cuando la sombra se acercó a la luz que se filtraba del interior de la galería, descubrimos las ricas y coloridas ropas del visitante; una túnica roja, con vivos dorados, que llegaba hasta sus pies , una capa verde cubriendo sus hombros y un turbante amarillo coronando su cabeza.
Baltazar había llegado.
La buena educación requería mantener los viejos códigos por encima de nuestra ansiedad, así que nuestros padres lo invitaron a pasar y a compartir nuestra cena.
Nosotras dos estábamos tan encandiladas con esa presencia, que no podíamos decir una palabra y menos aún preguntar por sus compañeros de viaje o por el contenido de la misteriosa bolsa, enorme y amarilla, que llamaba a nuestros ojos desde la puerta de la galería.
No recuerdo si Baltasar cenó o simplemente tomó una copa de vino, tampoco a quién de mis vecinos se parecía. O si estuvo poco o mucho tiempo sentado a nuestra mesa y ni siquiera que regalo recibí esa noche.
Sólo recuerdo a Baltazar.
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