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EL DISCO DE LA ABUELA de Juan Carlos Villalba

1)  ¿Qué dice la canción Abu..? - preguntaba yo  No se…mi amor…no se - contestaba emocionada.  ¿Y entonces porque lloras?  Tampoco lo se – decía – y se quedaba mirando a lo lejos, mientras me acariciaba entre melancólica y feliz.  Esta escena se repetía casi todos los domingos en casa de la abuela cada vez que ponía a sonar su disco preferido. Aquella música y esa voz maravillosa que cantaba en un idioma por entonces extraño para mí, me sugería  imágenes surrealistas, una especie de   pájaro inexplicable que cambiaba de formas y colores, según el momento y el tono de la melodía. Pero…              Porque lloraba la abuela..? Porque muchas veces terminamos abrazados y lagrimeando..? Que poder tenia aquella música para conmovernos de esa manera..? Durante muchos años me lo pregunte. 3)   Con el tiempo, convertido en adulto y amante de la música clásica, supe que aquel idioma era el francés, que aquella mujer de voz insuperable era María Callas, que el aria que

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La mula muerta de la diversidad por Amir Hamed

"...la cultura, a pesar de la pretensión de Rousseau de que el hombre es “bueno por naturaleza”, ya que “en estado de naturaleza” no desea el sufrimiento de nadie, jamás ha imitado a la naturaleza..." // Autor: Amir Hamed - Fuente H Enciclopedia

1 Réquiem avícola

Habría que ver cuál de estos tonos es el más adecuado para decir una verdad tan vieja como las vanguardias. Uno es el despavorido de Jean Cocteau, cuando proclamaba “el campo, ese lugar horrible donde los pollos andan crudos”, alertándonos, tout court, que debíamos abandonar cualquier pretensión roussouniana de encontrar la pureza del humano fuera del contrato social, es decir, de la polis. A fin de cuentas, los elogios de la vida retirada, como la aurea mediocritas horaciana, desde siempre han sido un sonsonete que trompetea el abandono de lo político, si bien Cocteau no se detiene en genealogías: aquí la gente; allá por el campo, obscenísimos, imposibles, marchan con ladino fervor los pollos, rehuyendo la norma de la civilización, de esa escritura que ya los tiene servidos en un resonante protocolo de cuchillos y trinchantes, de vinos a la sazón, de entremeses, cubertería y servilletas.


De hecho, tan imposibles marchaban que, un siglo más tarde, se han acabado sus paseos, alimentados en granjas de estrés que los encorsetan, los aferran, les retiran cualquier pretensión de ser y los dejan hechos un picoteo neurótico que los engorda sin tregua, al punto de ni siquiera ser capaces de sostenerse, aeróstatos rasantes sobre patas de alambre. Son apenas energía racionada en patas y pechuga, algo que aleja a estas aves (las malas lenguas hace tiempo las dicen transgénicas) del viejo y escandaloso bípedo de Cocteau, algo que de alguna forma recoge en Estados Unidos la franquicia KFC, que eliminó de su nombre la anacrónica palabra “pollo” que conociera por décadas las telúricas marquesinas del Kentucky Fried Chicken.

La otra entonación, factura de Max Jacob, es casi dieciochesca. “¿El campo?, ¿ese lugar donde los pollos se pasean crudos?”. Jacob, por lo que se sabe, respondía así a la invitación a un picnic imposible, allá por parajes recónditos donde, por ejemplo, la gente que no tiene mucho que hacer se gasta en conspirar amores como, previo a la revolución que acabara con Luis XVI, lo hiciera el Conde de Valmont en su correspondencia con Mme. de Merteuil en Las relaciones peligrosas, la versallesca novela de Choderlos de Laclos. Los pollos, sugiere esta versión de la boutade, desatentos a toda etiqueta, comparecen como manifestación indecorosa del malentendido: qué tiene que hacer la naturaleza cuando uno habla de un tiempo y circunstancia, como el de las vanguardias, cargados de futuro, de arte, de crítica, en fin, de política.

Ahora bien, si los pollos eran un anacronismo roussouniano en días de las vanguardias, las diferentes enunciaciones responden a los dos términos en que la naturaleza se ve abatida. Se podría decir, por ejemplo, que la más dieciochesca versión de Jacob se sostiene en términos de civilización: la Edad Clásica (como llama Michel Foucault muy francesamente a ese período que conjuga barroco, rococó y clasicismo) se sostenía, hipercortesana, en una crítica del (buen) gusto. La de Cocteau, en su desenfado pos-romántico y agónico, responde a una civilización que ha sido pasada por el tamiz de la cultura a la que la sometiera, siempre en Francia, el conde Joseph Arthur de Gobineau en el siglo XIX. Como se recuerda, el buen conde, nostálgico de la sangrientas ferreterías del Medioevo y espantado de la mescolanza democrática en que le había tocado vivir, propone cancelar la noción de civilización a favor de la cultura. Civilizados, es decir sedentarios, habían sido los galos, frágiles celtas reducidos con facilidad por los latinos, pero un francés con vestigios de nobleza debía buscarse en la cultura, por ejemplo, la de los francos, indómitos conquistadores de los residuos de Roma. La cultura, como la inicial de los francos, bien podía ser nómade y, sobre todo, agresiva. La cultura, para decirlo de otra manera, era una suerte de máquina de guerra.

Si Gobineau había transmutado los valores en que se que sostenía la civilización, autoproclamada en sus edificios y murallas desde días de Gilgamesh, su prédica, sostenida en términos de genética y de raza, y específicamente en la superioridad de unas razas sobre otras, terminaría desaguando en el complejo de superioridad aria y en el emporio de horrores que consagró la Segunda Guerra Mundial. Ahora bien, se lo llame civilización, esto es, acto de vivir sedentario, se lo llame cultura, es decir, una apertura hacia una errabundez ocasionalmente conquistadora, lo cierto es que hablamos de aquello que, desde un comienzo nos distingue de los pollos: la inscripción por la cual el bípedo se escinde de la naturaleza, es decir, por la cual se hace humano.

Porque, como nadie ignora, sea sedentaria y civilizada, sea nómade y belicosa, la cultura es lo opuesto a la naturaleza. Y la cultura, a pesar de la pretensión de Rousseau de que el hombre es “bueno por naturaleza”, ya que “en estado de naturaleza” no desea el sufrimiento de nadie, jamás ha imitado a la naturaleza. Todo lo contrario, es la cancelación de lo natural. Su primer gesto, llámeselo cocción, como pretendía Claude Lévi Strauss, llámeselo ablación genital, hueso atravesado en la nariz, lo que se prefiera, es alterar lo dado en estado natural. Más aún, lo que ha hecho al humano es, precisamente, su negación de la naturaleza, su pasaje de la zoé, o mera vida, a la vida digna de ser vivida (como diría Aristóteles hace mucho y más recientemente Giorgio Agamben) a bios, el ingreso del bípedo a lo político, a esa dimensión en que, dicho con sorna de antigua vanguardia, los pollos no han de pasearse crudos. Lo que cabe preguntarse, entonces, es por qué se insiste, todavía hoy, en rousseaunizar la relación entre cultura y naturaleza.

2 Edípicas (tu abuela y el simio)


¿Se tratará, en definitiva, de una reacción edípica? A fin de cuentas, ni Sigmund Freud ni Jacques Lacan son entendibles sin Rousseau, cuyo Emilio, quemado públicamente en París y Ginebra en 1762, literalmente inventó el Edipo (lo real lacaniano) al servicio de la polis: “Déjese que las madres se dignen a amamantar a sus hijos y la moral cambiará, sentimientos naturales serán provocados doquier y el estado se repoblará”, avisaba el Emilio. De todos modos, Rousseau es inentendible sin el Leviatán de Hobbes, que en buena medida había politizado, un siglo antes que él, el deseo, proponiéndolo como razón para implementar ese Contrato que Rousseau llamará “social”. El hombre, famosa y literalmente, según Hobbes, es el lobo del hombre, y de no establecer un gobierno, es decir, de no relegar en un otro soberano, en el gobierno, viviría en una perpetua guerra de “todos contra todos”, es decir, que lo que lo hace hombre es el contrato, entiéndase, la escritura (el logos, decía Aristóteles, que es lo que lo hace ser político, zoon politikon).

El asunto es que ese gobierno, en manos de un soberano, consagración por vía de contrato de la violencia del lobo hobbesiano, será entendido luego por Rousseau como maniobra. Si Dios hace todo bueno, el hombre, a través del Contrato (ese No[mbre] del Padre, dirá en el siglo XX Lacan), todo lo pervierte. Lo bueno se da en estado de naturaleza, siendo la naturaleza instancia de revelación de Dios, sobre todo de la divinidad cósmica y más bien masónica que abrazó el siglo XVIII, pero el padre (el hombre en calidad de represor, esclavista, denegador) lo pervierte. Lo bueno, por decirlo así, se da en estado niño (y el niño, dirá pronto William Wordsworth, “es el padre del hombre”), algo que seguiremos sosteniendo hasta el día de hoy, ya que no hemos renunciado a la proclama parricida de la Revolución Francesa. Libertad, Fraternidad e Igualdad entre los hijos de un mundo sin padre, sin represión, sin un contrato perverso que nos aleje de nuestra naturaleza y, por tanto, de nuestro deseo.

Es que el Padre, en su versión Contrato, había llegado para inventarnos el deseo, al menos en tanto clarinada libertaria que batalla contra la represión (todas las instancias del sujeto freudiano contenidas en la interdicción del Contrato), ansiosísima por volver a la teta roussoniana, al cuerpo de lo real. Esto, de todos modos, debe ser complementado por lo siguiente: toda pretensión de volver a esa teta nos deriva a una más vieja, y de loba, como la de Rómulo y Remo, porque es el Contrato, sencillamente, eso que convierte nuestra necesidad en represión y, por tanto, en deseo; es el Contrato el que nos fuerza a la civilización. Para decirlo de otro modo, no es posible desear ni simbolizar en estado de naturaleza: el deseo, aquello que a veces confundimos con los reclamos de la máquina de nuestro organismo, no es sino la negación de la naturaleza, mientras el edipo freudiano, como se sabe, no es sino un acto civilizatorio e hiperburgués, con lo suyo de reductor, por el cual la gana polimorfa (para Freud, perversiones) del niño se canaliza hacia el cuerpo de la madre. Claro que el Edipo se puede sostener apenas en una generación, en lo que cabría llamar la “escena del Edipo”, porque detrás de la madre siempre se puede rastrear a la fiera, como le avisa en el Renacimiento, y en la Celestina, el siervo Sempronio a su amo Calixto, quien se había declarado hereje y “melibeo”: “Y lo de tu abuela con el simio, ¿hablilla fue?”

3 La mula muerta

Siempre que queramos reivindicar una identidad, incluso un deseo identitario, corremos el riesgo de ser asaltados por la abuela cachonda, asaltada a su turno por la naturaleza, en un salto fuera de la especie, un movimiento antiedípico que ya no es guerra sino un refregarse de todos contra todos. Y entonces, ¿por qué hoy día los multiculturalistas, defensores de la “diversidad cultural” se aferran a su símil roussoniano para defender sus proclamas? Esgrimen que la biodiversidad es “algo bueno” en la naturaleza y, por tanto, que una diversidad cultural debería ser igualmente benigna. ¿Pero esto cómo? Puede ser que Dios haya hecho la diversidad biológica, pero las distintas especies de arañas no son por sí mismas algo ni bueno ni malo, sino algo funcional al ambiente; se puede entender que su ausencia dañe a un ecosistema y que, por tanto, su presencia comporte beneficio, pero no por esto debería el humano, que no es un insecto, por más que sepa tejer, arrancar en ocho patas hacia el almacén si lo que busca no es una mutación sino limones para el vermú de la tarde.

E incluso, por más que se pueda entender que el humano estudie a las arañas para devenir vigilante u hombre-araña, eso no lo hace diverso: lo hace una mutación anómala, probablemente incapaz de reproducirse, ni de alcanzar el rango de especie. Las especies animales, como nadie ignora, no se reproducen fuera de sí, con excepción de la mula, que es producto de apareamiento heteróclito y estéril. La mula, por decirlo así, es un producto terminado, con fecha de caducidad, incapaz de devenir. Es criatura liquidada de antemano, razón por la cual, por definición, patear una mula es patear una mula muerta.

Sirva esto para apreciar cuánto la pretendida diversidad cultural, que los multiculturalistas enarbolan como dogma a seguir hoy día, tiene de mula muerta. En primer lugar, y como se veía más arriba, se sostiene en un símil anticultural, precisamente porque busca su espejo en la naturaleza. Si Dios hizo a la naturaleza diversa, entonces la cultura debe ser diversa (una falacia semejante a la que se usó por siglos, y todavía se repite, respecto a que el sexo entre miembros del mismo sexo es “antinatural”, como si eso debiera importarle al hombre o la mujer, que son cultura). En segundo término, porque lo diverso nada tiene de cultural, en la medida que la cultura es cultivo de sí, un hacerse (bildung, decían los siempre industriosos germanos), nunca un producto acabado, nunca una identidad cerrada surgida de un menú, esa pretendida diversidad de marcas de arroz que nos sirve el escaparate del supermercado.


Lo diverso, entiéndase, no es sino la etiqueta industrial de lo Mismo, desentendida de todo acto de cultura: es apenas una administración de identidades, que pasan su código de barras por el cajero del multiculturalista (crítico o gestor), que termina sirviéndolas todas juntas, en el mismo envoltorio. Es que nada hay más idéntico y anticultural que semejante administración de identidades. Hay que resignarse, al respecto, que lo diverso poco tiene que ver con la diferencia, ya que la diferencia no se da en la naturaleza sino en la ética: se sostiene en el acto de diferir (y diferenciar). Lo diverso, si algo es, es aquello previamente empaquetado, mientras que la cultura, todo lo contrario, se manifiesta como disidencia, como contracultura.

Ya hace unos años, en su En defensa de la intolerancia, Slavoj Zizek se preguntaba si la protesta de tolerancia del multiculturalismo no era sino la aceptación de la despolitización de la economía, y en último término, la rampante ideología del actual capitalismo global. Por supuesto que lo es, y por supuesto también le asiste razón a Zizek cuando afirma que el multiculturalista está dispuesto a aceptar al “diverso” siempre dentro de un marco esterilizador, porque no sabe qué hacer con la diferencia cultural, por ejemplo, cuando ese Otro insiste en practicar, por ejemplo, la ablación genital a las niñas, algo que habría que preguntarse si enriquece o si contiene, en sí, la bancarrota del multiculturalismo.

De modo análogo, tiene lo suyo de ominoso establecer como diversidad cultural prácticas sexuales, al menos si no se lo define de manera conveniente, ya que corremos el riesgo de que todo se transforme en una reivindicación identitaria. Así como van las cosas, en nombre del multiculturalismo, los devotos del sexo oral deben salir a manifestar en nombre de una identidad lamecoño o chupaverga, mientras los retrecheros que le siguen haciendo asco deberían enarbolar una identidad no-chupadora y, sin más trámites, iniciar gestiones para ser reconocidos como minoría. Así, podría seguir, reclamándose marginados y lesionados en sus derechos los fetichistas del tobillo o del pichí, los lameortos, las sadomaso o las chupadedos, los fanáticos del ombligo para afuera, en fin, cualquiera que no solo desee sino además se complazca: pronto habrá que esperar pancartas de los aspiradores de rapé, de la minoría de bebedores de ajenjo, del ticholo con mayonesa, del asado bien escupido, en fin, de todo aquello que uno quiera definir como un estilo de vida y una particular forma de vida. Esto se aleja de la boutade ni bien se percibe que las reivindicaciones que por ejemplo terminan en el matrimonio igualitario no son una diversificación de la cultura dominante: todo lo contrario, son una incorporación al sagrado lazo del matrimonio de aquellos que se habían alejado de él, extendiendo la monogamia, por decirlo así, hacia las sexualidades que se habían resistido a su marco económico.

La respuesta para tanto dislate acaso se guarde en los albores de la escritura, en un sumerio, Enki y el Señor de Aratta, que articula el mito que luego Génesis transmutará en Babel y torre. Para resolver un conflicto entre dos ciudades que disputan sus bienes, Enki, dios agrimensor e ingeniero, señor del agua dulce, divide las lenguas. Con la partición en lenguas, dice el poema, advienen también las fieras, las alimañas, las sierpes. Es decir que la biodiversidad, todo lo contario a lo que pueda creer el neorroussonianismo, adviene de la lengua, de la celebrable fatalidad de la diferencia. El hombre, desde un inicio, ya es muchas lenguas que difieren, que no se entienden y es esa diferencia cultural lo que inventó la riqueza biológica, que es una riqueza hostil y depredadora. Es el agónico acto de diferir lo que hace posible la naturaleza y la multiplicidad de especies, lo que las “cultiva”. En ese gesto, de por sí trágico, se da el mundo, es decir, la cultura; no se trata un gesto inclusivo, sino de apartamiento que abre la de la posibilidad de ser. Invita al mundo a darse, a devenir.

Y ése, precisamente, es el problema de la diversidad. Se estima (la UNESCO estima) que de las 6.000 lenguas que se hablan todavía en el planeta, la mitad habrá desaparecido para finales de este siglo. Mientras más se sostenga lo diverso (productos terminados, perfectos, antitrágicos y, como tales occisos) más nos precipitamos hacia el monolingüismo y, con él, y nada paradojalmente, a la destrucción del ambiente y de esa mentada diversidad biológica que no es lo variopinto de la Creación sino la posibilidad de entender el ambiente en diferencia.

La diversidad, dígase en términos de Cocteau, esa instancia de Occidente donde los pollos se pasean muertos.

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